Para mal o para peor, nuestra memoria ha quedado marcada con las efemérides del 11 de septiembre. Las imágenes son elocuentes: una Moneda en llamas en 1973; y unas Torres Gemelas en el WTC también en llamas en el 2001, aunque esta última la evocamos en términos globales: septembereleventh.
La marca del fuego, las llamas, las cenizas, divide el mundo en “buenos” y “malos” sin términos medios. Al lado de los malos se halla el “comunismo” y el “terrorismo”, que son como el mismo huaso con distinta chupalla, dos momentos de la política internacional y beligerante de los “buenos”. Y al lado de los buenos están los buenos, como siempre. Por eso, en ambos casos, la primera medida fue la de imponer severas restricciones a las libertades civiles de los simples ciudadanos. ¿Coincidencias?
Una guerra eterna entre buenos y malos, y al medio unos ciudadanos mal informados, espectadores inmovilizados, sin voz, sin derechos, encubando artificialmente un odio hacia los malos porque hay que identificarse con los buenos siempre. Todo gracias al también eterno miedo al “cuco”. O al “viejo del saco”.
Da lo mismo, tiene que haber un miedo inmovilizador para que todo esto funcione. Nada de andarse metiendo en cuestiones raras, eso termina mal, no conduce a ninguna parte, una pérdida de tiempo, en el mejor de los casos. Todos tranquilitos encerrados en sus casas, sin chistar. Las dos historias del 11 de septiembre fueron escritas por la misma mano, y parecen haber tenido de modelo alguna película infantil donde los buenos son todo bueno, y los malos, todo malo.
Tal es la mano del pensamiento totalitario hegemónico que percibe el mundo en blanco y negro y que actúa bajo el lema de si no estás conmigo, entonces estás en contra mía, y atente a las consecuencias. El “cuco” funciona como una estrategia de control a través del miedo, aquí y en la quebrada del ají. Y es una cara bastante visible de la dominación. Perdón, de la seguridad de los buenos.
Las lecciones pueden ser nauseabundas y no profundizaré en ellas porque hay otro 11 de septiembre que se parece en algunas cosas con los ya mencionados, pero también hay algunas diferencias, y que ha permanecido con muy bajo perfil por 473 años. He ahí la primera diferencia: no es materia de evocación exhaustiva; no sale en la tele. ¿Por qué será?
En 1541 (los números suman 11), la invasión europea ya había expropiado todo el norte de lo que ahora llamamos Chile, adjudicándosela a “su majestad que dios guarde”, la corona de España. Hacía rato que los ibéricos se movían muy a sus anchas en lo ahora llamamos Perú, saqueando, buscando oro como desesperados, matándose entre ellos, matando indios con armas y pestes, diciéndose cristianos, e imponiendo su creencia como ya sabemos.
De hecho, allá los quechuas mandaron a Valdivia a buscar oro a lo que ellos llamaban “Chile”, al final del Kollasuyo, al sur del incanato, según nos recuerda Felipe Guamán Poma de Ayala. Ese “Chile” inca no era sino el Pikunmapu mapuche, el territoriopikunche que hoy llamamos Región Metropolitana, V y VI Región (con sendos números romanos según la usanza imperial chilena), o sea, desde el Aconcagua hasta el Maule, un territorio entonces bajo la administración de Capac II. Está claro que en este escenario, Valdivia es el “bueno”, y ya se pasea como Pedro por su casa en estos pagos indígenas. Por algo hay estatuas en su honor. Obviamente no venía solo: “yanaconas” llamamos a los indios auxiliares, esclavos equivalentes a algo menos que animales; y “evangelizadores” llamamos a los que predicaban el amor de dios y el “cuco” del infierno, los mismos que llamaron al orden a Valdivia porque una cosa es ser conquistador, era casado, pero el concubinato con doña Inés de Suárez era pecado aquí y en la quebrada del ají.
El actual hotel Valdivia recuerda ese gesto de la gesta del conquistador en Santiago de la Nueva Extremadura. Tal era el argumento de la religión, pero, sin duda, el argumento más sólido fue la espada, el arcabuz, y esas cristianas invenciones que inspiran respetable “cuco”.
Digamos a la pasada que en ese momento acá había una cultura, una organización social y política que descansaba en una economía que a la vez era toda una ecología, una población diversa de indígenas conviviendo con un sistema de producción colectiva, compartiendo creencias, artes y saberes, pero está claro que se trata de cosas de “indios”, o sea, los malos. En esa estructura política, Michimalonko era el cacique del Pikunmapu, pikunche que había estudiado la administración en la escuela de caciques de Cuzco. Por ser “malo” no hay estatuas que lo recuerden; con suerte, en San Felipe hay una calle con su nombre.
Conectado a las redes comunicacionales del inca, Michimalonko fue oportunamente avisado por los chaskis que venían los “buenos”, invadiendo, buscando oro, alimentos, agua, y lo que cayera, en suma, un depredador en grado superlativo, pero “bueno”. Por si acaso, el aviso recomendaba esconder la producción y todo cuanto fuera del apetito de los cristianos. Michimalonko, como buen malo, educado en esos valores indígenas primordiales, interpretó la empresa de los expedicionarios como una amenaza, y pensó que los invasores eran enemigos de guerra.
En ese tiempo, los malos no necesitaban un ejército regular para dirimir las diferencias con los vecinos ya que se daban el lujo de convivir pacíficamente. A lo más, improvisaban “malones” (cosa de “malos”), o sea, reclutaban alguna fuerza al momento de dar una paliza, y de ahí cada cual a su ruka. Y esta fuerza era pura infantería. No había caballería. Ni Hawker Hunters. Nada salvo flechas, piedras, palos, lanzas, fuego…, y eso que llaman corazón guerrero, el colmo de lo malo, muy propio de esos espíritus que se creen libres, que se resisten a la dominación de los buenos, que se oponen a ser despojados de sus bienes materiales y espirituales, y que, en definitiva, rechazan la imposición brutal de una cultura que no los identifica aunque en ello se les vaya la vida.
Cuento corto: el 11 de septiembre de 1541 a don Michimalonko se le erectó la pluma y sitió la recién fundada ciudad spanishfashion Santiago de la Nueva Extremadura en pleno Pikunmapu, o sea, Chile. Llegó con un piquete de pikunches que alcanzó a convocar en Quillota. En este punto echo a volar la imaginación y se me ocurre que ese día don Michima hizo su ceremonial pago a la tierra, sacrificó un animalito, vio la suerte en las tripas, y los augurios le fueron favorables. Arengó a su gente en mapudungun, con algo de quechua, invocó a los mallkus y apus, a los abuelos, y le pasó revista a toda la parentela de los invasores. Lo que el dato histórico consigna es que Michimalonko asaltó la ciudad a los pies del Huelén, le propinó una paliza, y la redujo cenizas.
He aquí otra vez el fuego, las llamas devoradoras como imagen recurrente asociada a las efemérides. Solo que esta vez ganan los malos, con una fuerza más bien piñufla o pichiruchi, comparada con la de los buenos, y ponen en evidencia lo vulnerable que era el enemigo.
El Sant Yago, el santo que mata indios y moros, quedó advertido que a partir de ese día la cosa iría cuesta arriba en las tierras de Chile, la fértil provincia que inspiró un poema a cierto español, a un tal Alonso de Ercilla, que testimonia que la cosa dio para una guerra sin fin pues los malos persistieron en su actitud salvaje de no entregarlo todo en bandeja. Lo más sorprendente es que todavía hoy hay algunos que persisten en esa actitud. Los mismos que se acuerdan de este 11 de septiembre, y de otras fechas igualmente nefastas. Hasta cuándo tanto antiimperialismo. Junten miedo porque el cuco sí existe, y anda suelto.