Un paseo caro (Gran Cuento Ecoturístico)

Envie este Recorte Versión de impresión de esta Opinión Publicado el 02 de noviembre de 2011 Visto 461 veces
UN PASEO CARO
Por ARKADY AVERCHENCO
Colección Universal
Nº 248
Espasa Calpe, Madrid1932
I
A MANERA DE PRESENTACIÓN.

Una vez, me di la tarea de ubicar los cuentos de Arkady Averchenko, de quien por iniciativa de mi difunto padre, yo había leído memorables escritos humorísticos. Me acuerdo que era un valioso volumen denominado “Las Más Famosas Novelas Humorísticas” compilado en Santiago en 1955 por Pedro Ortiz Barilli. Allí estaban los fenomenales cuentos de Averchenko tales como Los Ladrones, El Arte de Mentir, Kostia, situados en la Rusia pre soviética, lugar de donde es originario este autor. En mi búsqueda de más cuentos, Rivano, célebre librero santiaguino, me dijo que alguna vez conoció al autor y que vivió mucho tiempo en Buenos Aires. Hasta allí lo seguí a través de diligentes emisarios hasta la calle Corrientes. No tuve muchas pistas. Finalmente un amigo recorrió los libreros de Madrid a comienzos del 2005 y con asombro descubrió dos pequeños volúmenes de cuentos editados por Espasa Calpe. Un buen día llegaron en misteriosos sobres acolchados dos preciosos librillos, de cuyo tomo I transcribo -para vuestro deleite- este gran cuento eco turístico. 

Miguel Díaz G. (CONAF).

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Mi amada y yo salimos del bosque y corrimos a luna colina próxima, en cuya cima nos detuvimos encantados ante el hermoso panorama del valle.

 Mi emoción era tan grande, que así una mano, de mi amada y me la llevé al os labios, aunque, en verdad, no había relación alguna entre el panorama y la mano.

 Luego murmuré:

 –Ha sido una verdadera suerte para nosotros el perdernos en el bosque.  Si no nos hubiéramos perdido, no estaríamos ahora contemplando este panorama delicioso.  El río, allá abajo, parece un ancho cinturón azul ceñido a un corpiño verde.  ¡Cuán bellamente se destaca sobre el fondo azul la blancura de la camisa de aquel pescador! ¡Qué hermosura, querida mía!

 Mi amada me miró orgullosa, feliz, y se estrechó contra mí, como si aquel párrafo poético me lo hubiera inspirado su belleza.  Decididamente, la lógica no es lo que distingue a los enamorados.

 Los dos nos sumimos en un éxtasis contemplativo.  Para ver mejor, ella apoyó la cabeza en mi hombro.  Yo de cuando en cuando posaba mis labios en el oro de sus cabellos; lo cual, en mi sentir, facilitaba mucho la contemplación de la Naturaleza.

 –¿Qué es eso? ¿Quiénes son ustedes? ¿Qué hacen aquí? –gritó de pronto una voz chillona a nuestra espalda.
 –¡Dios mío! –exclamó mi amada asustadísima.

 Nos volvimos, y vimos a un hombrecillo cuyos ojos nos miraban con manifiesta hostilidad a través de unas gafas ahumadas.  Llevaba una levita de seda cruda y unos pantalones negros, demasiados largos, cubiertos de polvo hasta las rodillas.  Los cabellos se le pegaban a la frente, empapada de sudor.  Su gorrita de jockey le abrigaba no mayor espacio del cráneo que el que le hubiera abrigado un solideo.  Su látigo se agitaba en su mano como si estuviera vivo.

 -¿Qué hacen ustedes aquí? –repitió-. ¿A qué han venido ustedes? ¡Esto no puede permitirse!

 -¿Qué derecho tiene usted a hacernos tales preguntas? –le contesté yo, indignado-.  ¿Y qué obligación tenemos nosotros de darle a usted explicaciones?

 -¿Conque no tienen ustedes obligación de darme explicaciones? ¿A quién le pertenecen, pues, este terreno, ese río, ese bosque? ¿Al emperador de la China?

 El hombrecillo calló un instante, sin duda para ver si nos atrevíamos a contestar afirmativamente a su última pregunta; pero como nosotros no osáramos, por falta de datos, atribuirle al susodicho emperador la propiedad de todo aquello, declaró:

 -Este terreno, ese río, ese bosque me pertenece a mí.  ¿Comprenden ustedes, señoras y señores?

 -Tal vez le pertenezcan –repuse-. De ser así, le felicito; pero... supongo que no nos creerá usted capaces de meternos en el bolsillo o de comernos un pedazo de finca rústica.

 -¿Ignora usted que está prohibido pasearse por un terreno privado?

 -Nosotros no sabíamos que este terreno era de usted.  Como no tiene letrero...

 -¿Letrero?

 -¡Claro! ¿Usted no ha visto ningún mapa?

 -Sí, señor.

 -En los mapas, ¿no hay un letrero sobre cada territorio?...

 -¡Pero el campo –interrumpió el hombrecillo- no es un mapa!

 -Para el caso, como si lo fuera.  Si sobre sus tierras de usted hubiera un letrero que dijese “Finca de Diablo Ivanovich”, nosotros no hubiéramos entrado.

 -¡Ah! ¿Conque yo soy para ustedes Diablo Ivanovich? ¿Quién les ha llamado a la finca de Diablo Ivanovich?

 -Nos hemos perdido.

 -¡Perdido! La gente, cuando se pierde, busca el camino, y ustedes llevan aquí más de un ahora admirando el paisaje.

 La actitud del hombrecillo iba siendo demasiado impertinente.

 -¿Y a usted eso –vociferé- le perjudica? ¿Le cuesta dinero? ¿Entorpece la buena marcha de sus negocios?

 -¿Pero me produce alguna ganancia?

 -¿Qué ganancia quería usted que le produjese?

 -La debida, joven, la debida.

 -¿La debida?

 -Sí, la debida.

 El hombrecillo se sentó en un banco que nosotros no habíamos visto, porque estaba oculto entre unas matas de lilas.

 -Con permiso de ustedes, voy a descansar un rato sentado en “mi” banco, que está en “mi” terreno.  Razonemos. ¿Usted cree que este terreno, ese bosque, ese río me los han dado por mi bella cara?

 La hipótesis era paradójica en demasía.

 -Sería más lógico creer que me ha costado el dinero.

 -Desde luego.

 -Bueno.  Sigamos razonando.  La contemplación del paisaje ha sido un placer para usted, ¿verdad?

 -Sí, señor.  El paisaje es una maravilla; lo confieso.

 -Pues bien, ¿quiere usted explicarme con qué derecho puede usted venir aquí y pasarse horas enteras inmóvil como un poste, admirándolo todo, sin pagar nada?  Cuándo va usted al teatro, ¿no paga la entrada? ¿Qué diferencia existe entre una cosa y la otra?

 -Las empresas de teatro, señor, gastan grandes sumas en la mise en scène, en la compañía, en la orquesta, en el personal, en la luz.

 -¿Y yo no gasto dinero? ¡Todo esto me cuesta un ojo de la cara! Por ejemplo: ese pescador, del que usted ha hecho un justo elogio, ¿cree usted que no me cuesta nada? ¡Sepa usted, joven, que le pago seis rublos al mes!

 Yo me encogí de hombros.  Los razonamientos del extraño individuo eran de una estupidez indignante.

 -Pero no le pagará usted los seis rublos para que adorne el paisaje.

 -En efecto; se los pago por otro servicio muy distinto:  es mi cochero.  Pero la camisa, cuya blancura “tan bellamente se destaca sobre el fondo azul”, se la he dado yo.

 Aquel señor parecía estar burlándose de nosotros; lo que me sacaba de mis casillas.

 -¡Acabemos! –grité-.  Diga usted, sin ambages, lo que quiere de nosotros.  ¿Quiere que le paguemos la contemplación, en su finca, del panorama?

 -Es muy justo, joven.

 -Bien.  Pues preséntenos la cuenta, como es de cajón...

 -Se la presentaré, ¿cómo no? –contestó el hombrecillo, levantándose bruscamente-.  Han pasado ustedes un rato agradable y deben pagar.

 -Bueno.  Cuando traiga la cuenta hablaremos.  Ahora, márchese.  Déjenos en paz.  Queremos estar solos.  Ya se le llamará si se le necesita.

 -Caballero:  me habla usted en un tono...

 -¡Basta! El que paga tiene derecho a exigir que no se le moleste.

 El extraño individuo pronunció entre dientes algunas palabras ininteligibles, le hizo a mi amada una torpe reverencia y desapareció tras los matorrales.

II


 -¿Has visto qué animal, qué insolente? –le dije a mi amada-.  Gracias a Dios, ya se ha largado y podemos seguir contemplando a nuestro sabor este magnífico paisaje.  Mira, querida mía, ese bosquecillo de la derecha.  En los sitios cubiertos de sombra parece todo verde, y en los sitios que alumbra el sol se distinguen los troncos rojizos de los pinos y los abetos.  Mira, allá, a la izquierda, el camino atravesando, en zigzag caprichosos, semejante a una cinta blanca, los campos floridos.  ¿Y el tejado rojo de aquella casita, destacándose sobre el fondo verde de las frondas? ¿Y las paredes blancas, deslumbrantes de sol?  No sé por qué, el tejado rojo, las paredes blancas, las ventanitas azules, me dilatan el corazón.  Tal vez se deba a que una casa en medio de la Naturaleza sea, para el contemplador, como una voz amiga que dice:  “No estás solo, no estás en un desierto”.  ¿Verdad, querida mía?

 Mi amada, en señal de asentimiento, me dirigió una lánguida y tierna mirada, que era, sin duda, un mudo elogio de la casita.

 -Mira –proseguí- aquel viejo molino, cuya silueta se dibuja, con perfiles tan limpios, en el azul claro del cielo.  Sus aspas voltean tan lentas, en el aire dormido, que se siente, mirándolas, una divina laxitud; se tendería uno en la hierba, y se pasaría horas y horas silencioso e inmóvil, sin otra visión que la de la bóveda celeste, sin pensar en nada, respirando el olor a miel de las flores.


III


 -¡Vámonos! Empieza a caer la tarde –susurró mi amada.

 -En seguida, amor mío.

 Y, volviéndome, grité en son de burla:

 -¡Mozo, la cuenta!

 El odioso hacendado salió al punto de entre las matas con un papelito en la mano.

 -¿Está ya la cuenta redactada? –le pregunté.

 -Sí, señor.  Aquí la tiene usted –respondió, alargándome el papelito.

 Lo desdoblé y leí lo siguiente:

CUENTA del propietario rural Kokurkov por la admiración del paisaje en su finca (comprada al comerciante Semipalov el 23 de septiembre de 1912, ante el notario Besborodko).

Rublos.

Los campos cubiertos de flores “que huelen a miel”............................................. 2,00
El río, semejante a “un cinturón azul” ................................................................... 1,00
El pescador, cuya camisa blanca “tan bellamente se destaca sobre el fondo azul”....................................................................................................................... 0,50
El bosquecillo verde de troncos rojizos................................................................. 0,30
La cinta blanca del camino a través de los campos floridos.................................. 0,60
La casita de tejado rojo y paredes blancas, que dilata el corazón........................ 1,50
El viejo molino, cuyas aspas producen “una divina laxitud” y del que es
propietario el campesino Krivij............................................................................... 0,70
                    --------
            6,60

 Yo, muy serio, como si se tratase de la cuenta de una comida en un restaurante, estudié detenidamente la factura y objeté:

 -Ha incluido usted aquí algunas cosas que no tiene derecho a cobrarme.

 -Usted dirá cuáles, caballero.

 -Mire usted:  este viejo molino...

 -¿No lo ha admirado usted?

 -Sí, pero es del campesino Krivij, según usted mismo confiesa.

 -¿Y qué?

 -Que, no perteneciéndole, no le asiste a usted derecho alguno a cobrar su contemplación.

 -El molino, mirado de cerca, caballero, no vale nada; es viejísimo, feo, sin ninguna poesía.  Sólo es bonito mirado desde este altozano.

 -Déjeme de sofismas.  Conteste, sin rodeos, a esta pregunta:  ¿el molino es de usted?

 -No.

 -Entonces.

 -Señor:  yo no vendo el molino; vendo el derecho a contemplarlo desde este sitio.  El molino no me pertenece, pero el sitio sí.

 -El razonamiento no es muy convincente.  Sin embargo, pasemos por lo del molino.  Lo que no tiene paso es pretender cobrar rublo y medio por una miserable casita.  Si no temiera ofenderle a usted, le diría que eso es un robo.

 -¡Una casita tan mona...! Su tejado rojo; sus paredes blancas, deslumbrantes de sol; sus ventanitas azules, dilatan el corazón, como usted ha dicho muy bien.  ¡Y esas dilataciones se pagan, caballero!

 -¡No tan caras, señor, no tan caras! Están ustedes poniendo la vida imposible.  El Gobierno debía tomar cartas en el asunto.  ¡Rublo y medio por contemplar una casita que no vale nada! Dan ganas de gritar:  “¡Socorro, socorro! ¡Ladrones!” Rebájeme usted medio rublo...

 -No puedo, palabra de honor, no puedo.  No le cobro de más, créame.  Sólo ese simpático tejado rojo, en medio de las frondas, vale el rublo y medio.  No le cobro las paredes blancas ni las ventanitas azules.

 No me atreví a insistir.  Aquel monstruo era capaz de aumentar el precio, en vez de disminuirlo.

 -¿Y el camino? –le dije-. ¿Tendrá usted también el valor de sostener que es barato?

 -¡Baratísimo, joven, baratísimo!

 -¡Si sólo lo hemos mirado un momento! Y, además, no es ninguna cosa del otro jueves.  Es un artículo corriente de pacotilla.

 -¡No diga usted no, por Dios! ¡Un camino que pasa a través de los campos floridos! Ni en el centro de la capital encontrará usted otro así..., no ya en Petersburgo, en París, en Londres... Un francés o un inglés hubieran pagado, sin regatear, las sesenta copecas y el doble.  Los extranjeros, joven, no son tan agarrados como algunos rusos.

 Aunque aquello era casi una alusión a mi modesta persona, yo no me di por aludido.

 -Bueno, bueno – refunfuñé-. ¿Qué vamos a hacerle? Con esos precios, poca clientela tendrá usted...

 Y miré el dorso de la factura.  Un grito de triunfo se escapó de mis labios.

 -¿Qué hay, joven? –me preguntó con extrañeza el hacendado.

 -¡Que no puedo pagar esta cuenta!

 -¡Cómo! ¿Por qué? ¡Sería muy cómodo gozar del panorama y marcharse luego sin pagar!

 -¡No puede pagar esta cuenta! –repetí en tono retador, agresivo.

 -¿Pero por qué?

 -¡Porque no está en regla!

 -¿Qué le falta?

 -¡El timbre!

 -El timbre, caballero, sólo han de llevarlo las cuentas cuya suma ascienda a una cantidad importante.

 -Se equivoca usted de medio a medio.  Si la cantidad excede a cinco rublos, es preciso el timbre.  Y el total de esta cuenta son seis rublos sesenta copecas.

 -Bueno –gritó furioso el hombrecillo, tras unos instantes de perplejidad-; puesto que se acoge usted a la ley, le perdono el molino y el río.  El importe de ambos espectáculos es un rublo sesenta copecas.  Restándolo del total de la cuenta, su débito de usted se reduce a cuatro rublos noventa copecas.  Creo que ahora no se valdrá usted de un nuevo subterfugio.

 Saqué la cartera, extraje de ella un billete de cinco rublos y se lo tendí altivamente, diciéndole:

 -Las diez copecas que sobran, para usted.

 Mi amada y yo nos alejamos.

 Habríamos andado unos cincuenta pasos, cuando mi amada lanzó un grito de admiración y se detuvo.  Ante nosotros se alzaba magnífico, soberbio, un tilo cuya corpulencia denotaba lo menos tres siglos de edad.

 -¡Mira que maravilla! No he visto una cosa semejante en mi vida.

 Yo me apresuré a taparle la boca con la mano a la reina de mi alma.

 -¡Calla! ¡Aparta en seguida los ojos de ese árbol si quieres evitar mi ruina! ¡Figúrate lo que nos cobraría ese hombre por la contemplación de un tilo tres veces secular!

Miguel Díaz G.
Analista Departamento de Conservación Diversidad Biológica Gerencia de Áreas Silvestres Protegidas, CONAF
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