(Memoria y Reflexión sobre la Invasión a Panamá por los Estados Unidos en diciembre de 1989: Operación “Just Cause”)
Cuando era niño, y llegaba el momento de dormir, de inmediato pensaba en el amanecer. Dormir para mí era un suceso de lo más rápido, la mayoría de mis sueños quedaban interrumpidos cuando el sol ni siquiera pensaba en salir, era el odiado e inmisericorde momento de despertar. Vivíamos en los suburbios de la ciudad, para llegar a los lugares de trabajo y a las escuelas, teníamos que formar parte de un siempre incomprensible y enorme tranque. Avanzábamos muy lento, como si nos poseyera una enorme ancla que nos detenía o nos aligeraba a su capricho por calles abarrotadas de carros, personas, olores, rabias, depresiones y bochinches, mientras absorbíamos lo más puro del smog y el ruido de la ciudad.
Pero esa noche, entre el 19 y 20 de diciembre, rompiendo la rutina dormí un poco más, para ser específico me reconcilié con el apetecible sueño en la madrugada del 20, aunque no recuerdo haber tenido algún sueño en particular. Lo que recuerdo es que el 19, me acosté despreocupado por un par de tareas escolares que no hice, eran para el día siguiente y han quedado inconclusas para la eternidad (y todavía siguen sin preocuparme).
El 20 de diciembre, cuando por rutina instintiva me desperté, todavía estaba oscuro, de madrugada, pero con mi cabeza debajo de la almohada sentía que no había el habitual escándalo madrugador, no olfateaba la olorosa avena que preparaba mi abuela en el desayuno, por más que afinaba el oído no escuchaba el rítmico y repetitivo sonido la regadera, no había ni un solo haz de luz perdida entre la casa, ningún gallo se atrevió a cantar y los perros estaban mudos. Así que pensé – “si nadie viene a levantarme, yo me vuelvo a dormir”- y mientras mi cerebro pensaba en los planes para mi cuerpo, quedé al instante dormido.
El tiempo transcurrió, tal vez una hora o más, no sé. Me volví a levantar, había un poco de luz, era esa claridad grisácea que penetraba sin ser llamada en los cuartos, más que despertar invitaba a recuperar el sueño, pero la cotidianidad biológica me indicaba que hace tiempo pasó la hora de levantarse. Todo me parecía tan extraño, confundido, preguntándome –“¿qué pasaba hoy?”- Abrumado por mí mismo, decidido a saber lo que ocurría, afronté mi propio reto y fui al cuarto de mi papá. Caminé sin hacer ruido y despacio hasta el borde de su cama, como siempre él ya estaba despierto con su característica cara de pocas sonrisas. Le pregunté sobre el único tema que me interesaba: -“¿vamos a la escuela hoy?” Sin mirarme, tal vez para no preocuparme me dijo de forma seca y cortante: - “anda a dormir, hoy no vas a la escuela”. Esa respuesta fue suficiente para aclarar todas mis dudas, di media vuelta y automáticamente una vez más, en un solo día me entregué a los acogedores placeres del merecido sueño. Mientras dormía en lo más recóndito de mi ingenuidad, otros despertaban en el más allá.
Ya cuando el sol tiraba desde lo alto sus ráfagas, los rayos más brillantes, pero aún frescos y no calcinantes me desperté, podrían ser entre las 8 y las 9 de la mañana. Y estaban todos en la casa, era un día de semana y estaban todos, eso era imposible, eso sólo pasaba en los días libres como el 1 de mayo, o el 3 de noviembre. Extrañado inconforme con la situación, hice una pregunta para mí mismo, pero que salió de mi boca –“¿qué pasa?”- y alguien respondió con un cuasi grito de alarma – “¡nos están invadiendo! ¡¿No te das cuenta?!” Salí al patio a toda velocidad –sin hacer caso al llamado de mi mamá-, justo a tiempo para ver mi primer invasor. Era un poderoso avión jet ruidoso, volaba tan bajo, enseñoreado del cielo y del techo de nuestras casas. Yo estaba muy asombrado y emocionado de la inusual visita de ese aparato. Casi lo podía tocar o incluso hablarle y volver a preguntar ¿qué pasa? El sol se reflejaba más brillante en toda su pintura gris y en su cabina transparente, yo trataba de ver al piloto, pero mi miopía y el sol me lo prohibieron.
Invasión, palabra poco común en nuestra vida, un vocablo exclusivo para las películas de extraterrestres, para la fantasía. Aunque los gringos que “llovían” con sus paracaídas ese día no eran extraterrestres, ni irreales precisamente. Generaciones de nosotros los veían todos los días, acostumbrados a la larga cadena de enfrentamientos en que la mayoría de los muertos fueron panameños. La Historia es reveladora y sincera: la generación de mis padres se enfrentó a ellos con molotov contra sus lanzallamas; la de mis abuelos fue palos contra las filosas bayonetas y sus rifles Springfield; la de mi bisabuelo, bueno..., él tuvo más suerte, tenía su “tercerola” contra los alambres y las “Gatling guns” y todavía no era la Primera Guerra Mundial.
Pero lo de ese día era la mezcla de la costumbre, de los continuos choques contra ellos y la novedad de ver y sentir la guerra viva. Camuflaje, sangre, miedo, explosión, irreverencia, fuego y Hummer se había desatado en las calles en las que andaba, en las que conocía, en las que jamás me hubiese imaginado una guerra. Era imposible, estábamos viviendo algo nuevo, a la vez común, tenebroso, extraño, no sabíamos cómo iba terminar.
Todos estaban en la casa, no por día libre, sino por “Invasión”. Nunca me había tenido que quedar por Invasión, sí por fiestas patrias, carnavales, por duelo nacional, pero no por ser invadido, no por ser el blanco de un avión jet ruidoso que volaba bajo, de un misil, no por ser el conejillo de indias de una mortífera nueva arma tecnológica o de un soldado masca chicle desquiciado que tal vez ni siquiera sabía ubicar en un mapa el país “Banana” que atacaba.
Después de todo lo que nos pasó, todavía ese día no lo recordamos, ni honramos, ni guardamos luto y tengo que salir como un día normal, miró esas mismas calles, cambiadas con sus nuevos nombres, gigantescos centros comerciales y edificios que tapan el crimen horrendo que nos sorprendió, ya sin fuego, humo o sangre, borrados después de tantos años.
Escucho muy lejos apenas los ecos que sobraron de esa guerra y en medio de los tranques en los que soy uno más, quedó dopado hasta el cerebro por el smog y la bulla que nos hacen levitar hacia el mundo feliz del olvido, desechando a lo más oscuro lo que nos sucedió en esos bombardeados y nada navideños días de diciembre. Tal vez es la venganza de la responsabilidad a los que no hicimos la tarea del día siguiente que todavía nos persigue. El 20 de diciembre es un día normal, ya no hay nadie en la casa…
Dos días después de ver hileras de helicópteros artillados, de escuchar explosiones y traqueteo de armas, voces que hablaban de destrucción y muertos, de batallas perdidas, de la Historia repetida, de un destino inesperado, al fin llegó mi inolvidable cumpleaños número doce y de repente restringido en mi casa y en mi mismo creo que dejé de ser niño… A esa corta edad y sin escalas me transformaba en una especie extraña de veterano de guerra que pocos recuerdan: los no combatientes que al final de todo tienen la mala o la buena suerte de quedar vivos.
La guerra me había robado lo poco que me quedaba de infancia, de inocencia, de tranquilidad. Me convertía en una persona que aprendía una lección acelerada e inesperada de sobrevivencia que no quería, tal vez nadie la quería. Recuerdo la mochila roja de la escuela, en esa ocasión tan especial en vez de libros llevaba ropa y algunas medicinas que permanecía cerca de mí, aprendía lo lejano o cercano del sonido de las armas, aprendía a racionar la comida, a dormir con las zapatillas puestas para escapar rápido, alejarme de las ventanas, ver mi casa transformada en una especie de trinchera con sus ventanas cubiertas con placas de hierro para que no pasaran las balas, a sentir la muda ansiedad de mis padres por lo que pasaba, a ver en sus rostros la intranquilidad por familiares de los que no se sabía nada, aprendía a vivir en la oscuridad total en las noches, a veces interrumpida por la iluminación de las bengalas y sus luces de colores.
Antes que hicieran pedazos la “Radio Nacional”, sus transmisiones informaban que el distrito obrero en donde vivíamos era el que más resistía, era un milagro, para mí era difícil de imaginarlo. Con tantas selvas, con tanta propaganda oficial sobre bravos y sólidos combatientes guerrilleros entrenados, con tantas películas sobre Viet-Nam, mi guerra tenía que ser en la ciudad, en la maraña de casas y tendidos eléctricos que forman el Distrito de San Miguelito.
Los que se armaron lo hicieron con lo que encontraron. Recuerdo un par de destartaladas pick –ups pasar con gente de barrio de todos los colores, chombos, mulatos, cholos, mestizos. Eran viejos, jóvenes, flacos, gordos, con poca o ninguna preparación militar. En vez de cascos, usaban gorras de béisbol, zapatillas en vez de botas, camisetas de partidos políticos para reemplazar los chalecos antibalas. Allá iban apretujados en su vehículo improvisado de combate urbano. Se ponían de pie como podían para saludarnos. Sus gorras se caían, ellos se caían, tropezaban zigzagueantes, pero eso no impedía la algarabía, la bullaranga, el desorden y el relajo que llevaban en su transporte. En ese momento –sin sopesar la gravedad de los acontecimientos- sentía una mezcla de orgullo, emoción, expectación por los que iban a combatir, ahora siento compasión y respeto por los que fueron a morir.
Años después nos enteramos de la forma tan atroz en que murieron los que combatieron en San Miguelito. En algunos casos su honorable tumba fueron los depósitos de la apestosa basura. Los sobrevivientes, creo que también se transformaron en otra especie de veteranos de guerra olvidados. No hay un solo monumento en su honor, ni la vereda más estrecha del Distrito de San Miguelito lleva el nombre de alguno de ellos. Ellos no volvieron a pasar por nuestra calle en sus viejos pick-ups. Días después fueron reemplazados por filas de tanques y tanquetas de soldados gringos bien equipados, saludaban también, pero sin ese retumbe tan caribeño, sin la algarabía. Nos miraban, sólo movían su mano, pero sin dejar de apuntarnos con disimulo. Lo único humano que se escuchaba era el inglés que salía de la voz robótica distorsionada de sus radios, lo más probable dando órdenes o especificaban posiciones. Eran nuestros invasores, eran nuestros libertadores.
Recuerdo a mi heroico barrio construir barricadas para que no pasara el gringo o el saqueador. Aunque, no sé si por la desesperación o la falta de ley o la conveniencia, ellos mismos se convirtieron en saqueadores insaciables de sus nuestros vecinos los chinos de la tienda. Era una familia que me parecía infinita, casi una masa de gente vestida en harapos desde el recién nacido hasta el más viejo que no decía ni una palabra en castellano, pero tenía una fórmula para entenderlo. Creo que vivían apiñados dentro del negocio, esclavos indocumentados que trabajaban sin descanso para algún paisano rico, más preocupado por sus ganancias y sus apuestas que por sus coterráneos. Ellos también sobrevivieron al vecino y al gringo. Por supuesto las barricadas no detuvieron a nadie.
En medio del silencio y de la espera de lo inesperado, también aprendía a desprenderme un poco de lo material y de lo emocional. El choque de las bombas contra un intransigente cuartelucho encrespado -cerca de nuestra casa-, nos gritaba con descaro y sinceridad la posibilidad de morir… Quedé vivo, atrapado entre lo bueno y lo malo, entre lo justo y lo injusto, entre mis recuerdos y en esos soleados y humeantes días de diciembre…
Nos aplastaron, nos mataron, nos odiaron, nos consumieron, desde el cielo sus bombas hicieron temblar el suelo y las casas, aún después de muertos las insensibles y arrogantes cadenas de las tanquetas sin preocupación pasaron por encima de nosotros, explotados hasta desaparecer por las bombas más inteligentes de la guerra, acribillados a balazos, quemados vivos hasta las cenizas, muertos en solitarios tiros de gracias, nuestros cadáveres ahogados en lo profundo de la Bahía contaminada de nuestro propio estiércol o enterrados sin nombres, en fosas sin tumba o cruz que nos identifique… ya no nos recordamos, no hay un solo espejo donde mirarnos, no sabemos quiénes somos, sin nombre, sin historia, nos olvidamos de nosotros, nos morimos. El olvido nos sigue matando, cómplice del crimen más atroz de nuestra Historia. Las armas ya no despliegan su hechizo mortal, ahora morimos juntos con nuestros muertos por la desmemoria, la amnesia y las justificaciones vagas, tan despreocupados que ni siquiera recordamos qué pasó sobre nosotros y entre nosotros, lo que vivimos o lo que sufrimos…
En diciembre 2011, 22 años después, Noriega vuelve a Panamá, la justicia lo reclama por crímenes que todavía la gran mayoría de la población no conoce o no terminan de entender. Las únicas condenas que las personas tienen certeza es las que nos han dado las cadenas de televisión. Noriega era una nueva figura: “narco dictador” (en un país que tiene una larga trayectoria –desde antes de Noriega- de centro financiero internacional y lavado de dinero, dominado por una minoritaria elite rica y blanca) Para agravar más su reputación practicaba la magia negra, candomblé, yemayá y vudú. Todo un escándalo en el país de mayoría cristiana de profundas raíces africanas, en que el principal Cristo es negro de túnica morada, en que las personas se hacen sus baños para la suerte, se hacen limpias con gallo y ron para espantar los malos espíritus, y le ponen cera ardiente a la lista de sus desafortunados enemigos.
Pero más de siete mil voces de muertos, siete mil fantasmas que rondan el Istmo reclaman un recuerdo, un derecho, justicia. Reclaman contra George Bush, Colin Powell, Marc Cisneros, o contra el rudo general Maxwell “Mad Max” Thruman. Ellos sin la más mínima señal de conciencia o humanidad y sin previo aviso ordenaron exterminar nuestras vidas y todo lo que nos rodeaba.
Atacaron y acabaron con todo un país con la excusa de salvarlo. Lo único que salvaron fueron los intereses de las empresas estadounidenses. Gran parte de la asistencia económica que envió el gobierno de los Estados Unidos -mil millones de dólares- fue a parar en las empresas del gran capital, como bien explica Noam Chomsky: “La mitad de la ayuda fue un regalo de los contribuyentes estadounidenses a las grandes corporaciones, también estadounidenses…”
Después de la Invasión nos quedó muy clara la lección que el neoliberalismo llega en las entrañas del Stealth. De alguna forma Panamá durante las décadas de los 70 y 80 se había liberado de las privatizaciones y de la venta de los bienes nacionales, además provocó ciertas incomodidades a la política exterior imperialista global, como por ejemplo: su acercamiento con Cuba, el apoyo a los sandinistas en contra de Somoza, el solitario y contundente voto en contra de la Resolución 502 de la O.N.U. (en abierta oposición frente a los Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia) que exigía a Argentina retirar sus fuerzas armadas de las islas Malvinas durante la Guerra en 1982. Además se atrevió a ser el anfitrión del Grupo de Contadora, en las que se encontraron eminentes intelectuales y literatos como Gabriel García Márquez. A pesar que Panamá estaba bajo una dictadura pro estadounidense, se daban los primeros síntomas de un terrible mal que se llama soberanía y que podía contagiar al resto de la convulsionada región.
Durante aquellos años era inimaginable intentar privatizar la educación, las empresas de telefonía, electricidad, agua potable, puertos o casinos. Es más, Panamá había nacionalizado o estatalizado muchas de ellas y masificado las universidades públicas que por décadas era un derecho sólo para ricos. Esas mismas empresas estatales gozaban de los sindicatos más fuertes y sólidos del país, lo que promovió un desarrollo destacable a nivel continental en materia laboral y desarrollo social. Pero eso no era garantía del libre mercado, era malo para los negocios.
El pequeño dictador local, el mismo que afanoso trabajó por décadas en la C.I.A, traficó toneladas de drogas con permiso de altos funcionarios estadounidenses, el mismo que le dio la espalda a Nicaragua y apoyó a los mercenarios de la Contra -con la complacencia de la administración de Ronald Reagan-, sostuvo un percance laboral con sus empleadores de Washington D.C. a mediados de los años 80. Se apropió un poco más del poder que ellos mismos le otorgaron, se había embriagado a un punto de no retorno que no favorecía a los intereses estadounidenses y a su élite local protegida conformada por banqueros lavadores de dinero. Estaba decidido a llevar por si mismo las riendas de su propio negocio y no seguir órdenes. En consecuencia fue satanizado, los medios se encargaron del resto. De ahí deriva su profesión de narco dictador, aunque desde hace mucho lo era, pero nunca fue divulgado hasta ese momento. Fue puesto en la lista negra junto con Ayathola Jomeini, Idi Amin, y Kadafi. Suficiente excusa para un ataque brutal contra todo el pequeño país de Panamá.
Claro, el ataque no fue contra Noriega, o por lo menos no de forma directa. Los barrios más populosos- de mayoría negra, indígena y mestiza- fueron los blancos perfectos para la tecnología de destrucción. A los muertos se le unieron miles de refugiados sin hogar y a ellos otros miles por arrestos fuera de toda ley nacional o internacional, muchos de ellos profesores universitarios, sindicalistas, periodistas críticos y progresistas. Eran los gérmenes de la independencia, rápido fueron eliminados o neutralizados.
El país cambio, acabaron con toda su estructura. Instalaron un nuevo gobierno ilegítimo, pero dócil, pro imperialista de gente blanca con apellidos rimbombantes. Era el gobierno de la democracia. Ricos banqueros y usureros se encargaban de apaciguar a los sindicatos de la forma más brutal posible, mientras que sus fortunas volvían a crecer a costa del trabajo de la gran mayoría en Panamá.
Cinco Años después al fin clavaron sus dientes en las ricas empresas estatales. Con sindicatos debilitados o inexistentes las privatizaciones empezaron a sucederse. Es más uno de estos gobiernos producidos por la Invasión se le ocurrió la genial idea de no cobrarle impuestos a las multimillonarias empresas portuarias, precisamente a los grandes puertos que son los extremos del Canal, mientras que se le gravaban impuestos a la gente común por lujos tan exquisitos como comer o aumentar los pasajes del peligrosísimo transporte público urbano.
Intentaron privatizar la universidad estatal, los servicios de agua potable, mantener algunas bases militares estadounidenses, pero no lo lograron. Las manifestaciones populares se sobrevinieron una tras otra, así como también la represión incansable. Recuerdo visitar a mis compañeros de la universidad en el hospital en 1998. Me mostraban sus camisetas sangrantes atravesadas por las balas de goma disparadas a quema ropa que penetraron sus espaldas, sus dedos inutilizados y partidos, las cabezas rotas por la policía cuando violaron la autonomía universitaria y arrasaron con el lugar como hordas por orden presidencial. Valió la pena, la universidad sigue estatal, pero con menos fuerza, debilita cada vez, con mucho menos prestigio académico e intelectual que gozaba décadas atrás, pero aún sigue amenazante la privatización.
Con gigantesco caos social es increíble que no haya surgido un frente armado. Tal vez no sea tan sorprendente, después de la Invasión el país quedó controlado, militarizado –a pesar que Constitución prohíbe la existencia de un ejército- encabezada por una policía brutal y bárbara. Panamá es una gran base militar en que no es necesaria la presencia de un soldado gringo, basta y sobra con la policía dispuesta a establecer un clima de orden. Mientras tanto la delincuencia se dispara a índices nunca antes visto y sigue en aumento. El consumo y venta de drogas ha superado con orgullo los días de la narco dictadura. El intocable narcotráfico es el rey del país, su puesto se sigue solidificando y sus ganancias se elevan hasta a la estratosfera. En las estadísticas Panamá goza de un alto P.I.B. per cápita, gracias al lavado de dinero y operaciones relacionadas. Como es de suponer la gran mayoría de los panameños no se dedica a ese negocio, por lo tanto no les llega ni un centavo del tráfico de drogas. Las lucrativas ganancias son para los grandes empresarios, los accionistas principales de bancos, a la vez son los que ocupan los más altos puestos del Estado: presidentes, ministros, jueces, directores, diputados y cualquier otro cargo público bien remunerado.
Son los mismos que obedientes imponen leyes a sangre y fuego, como la popularmente conocida “Ley Chorizo” que elimina los sindicatos. El castigo fue ejemplar contra los manifestantes que se opusieron. Mataron a 10 personas, incluidos niños en julio de 2010, aumentando la larga lista de muertos y heridos que provocan cuando las personas salen a las calles a reclamar sus derechos. Incluso los lejanos sindicatos de las bananeras de mayoría indígena no escapan del asfixiante gas lacrimógeno y las balas. Es más diferentes comunidades de las naciones indígenas en Panamá, humillados, maltratados sufren el desalojo de sus tierras ancestrales. El agua y los bosques que tanto cuidaron, que tanto amaron, terminan para una empresa hidroeléctrica, minera o maderera. Creo que suena como a cualquier otro país globalizado a un paso de ser “desarrollado”. La gente también se quema viva dentro de las cárceles o en los buses del transporte público o se muere en la cama de un hospital esperando recibir calidad de atención médica, en vez de eso reciben una bacteria o medicina contaminada por culpa de una empresa farmacéutica que quiso abaratar costos.
Pero la propaganda turística muestra el país del eterno carnaval, con sus rascacielos los más altos de Iberoamérica, sus finos centros comerciales de gente sonriente, de playas paradisiacas, de piñas coladas. Para mantener esta pantalla sin ninguna voz disidente, presidentes vinculados a mafias y a magnates del narcotráfico, sin descaro aprueban nuevas leyes en que penalizan las protestas. Dos años de cárcel para la persona que tenga la mala idea de manifestar su inconformidad. Ley aprobada en una madrugada con el propósito de evitar cualquier reproche de la comunidad.
A todo esto, ¿qué pasó con Noriega? El antiguo general se la pasó en Miami encerrado por crímenes de narcotráfico, pero muy cómodo en su lujosa cárcel. Lo curioso es que sólo lo juzgaron por sus actividades ilícitas cometidas después de su ruptura con la C.I.A. antes de eso fue un buen y fiel sirviente del imperialismo. Por su parte George Bush después atacó Irak en 1991, intentó reelegirse, perdió, pero no importa, años después su hijo Bush II, ganó la presidencia se reeligió, invadió Afganistán y remató a Irak. Colin Powell fue Secretario de Estado en el periodo de Bush II, ampliando su curriculum de puestos claves de destrucción y muerte; el general Marc Cisneros goza de un merecido retiro y Maxwell Thurman después de largos años en el Ejército fue enterrado con honores en el Cementerio de Arlington… y ¿Nuestros muertos qué? Siguen sin tumba, sin flores, sin recuerdo, flotando deformes, con sus rostros quemados, preguntando “¿por qué ellos?”
Los que sobrevivimos y morimos durante la Invasión todos fuimos víctimas, con diferente grado de intensidad o inmediatez, víctimas de las balas, de las bombas, de los avaros, de las enriquecidas bóvedas de los bancos del liberalismo campante y armado que se robó el país mientras mataba y vociferaba: ¡Bienvenidos a la Democracia! Los que sobrevivieron fue para soportar a las crueles e insensibles dictaduras civiles, mucho más poderosas, mucho más corruptas, mucho más intransigentes, pero mucho más mortíferas que la dictadura militar que les precedió.
La Invasión con sus tanques, sus aviones y soldados trajo la libertad, la muerte y la destrucción. Son palabras que con el tiempo y ataque tras ataque de país en país se van emparentando. Un pueblo no puede ser libre, no sin antes ser arrasado a bombas, no puede haber democracia sin manifestaciones populares reprimidas y frustradas, las riquezas de un pueblo deben ser resguardadas y explotadas por empresas, soberanía es lo mismo que intervención, la voluntad del poder económico prevalece a la voluntad de las personas. Cada guerra que se les ocurre en cualquier parte del globo no sólo mata a la gente, acaban con la vida de los que no murieron.
Veo a ese jet militar ruidoso, brillante, volaba bajo sobre nuestras casas. Todo cambió después de la Invasión, todavía lo recuerdo…