Hace poco estuve en la Ciudad Imperial del Cusco (Qosqo). Poco de imperial tiene, más bien la sobrecarga un aire colonial, como si hubiese sido tomada, como si hubiese sido invadida. Cientos de empresas extranjeras de turismo, se pelean hasta la última alma y hasta el último dólar en la Plaza de Armas, ofrecen carísimas excursiones en las que prometen pisotear el Valle Sagrado de Machu Pichu, un atractivo lejano hasta para los propio cusqueños que son como extraños en su propia tierra… y de repente me sentí en el centro de San Pedro de Atacama.
Alrededor de esa misma Plaza, la franquicia de Ronald McDonald’s, instaló uno de sus restaurantes, queda muy cerca del antiguo palacio del Inca Wiracocha (el antecesor del Inca Pachacuteq). El palacio, después de la Conquista, fue transformado en la Catedral de la ciudad. Justo en medio, entre el coloso de las hamburguesas y el imponente templo, todavía esta en pie una especie de capilla que antes sirvió para repartir torturas por parte la Santa Inquisición. Casi ni se nota, está como si estuviese escondida, se distingue apenas porque todavía conserva por encima de la puerta el relieve de la calavera y huesos cruzados. Sólo queda imaginarse los horrores a los que eran sometidos los desafortunados condenados al traspasar esa puerta hacia un verdadero Infierno. Frente a ese santo edificio se hacían las ejecuciones públicas. Recordé un capítulo de uno de los libros de Stuart Stirling. Él narra que una noble Inca era sometida a golpes por su fiel y compasivo esposo. La noble para liberarse de la tortura, le pidió la intervención de las artes mágicas a una anciana quechua para que el marido dejara de pegarle. La magia no tuvo efecto, continuaron las palizas y ambas fueron descubiertas. La anciana fue condenada por herejía, puesta como bruja ante todos, por supuesto quemada viva y hasta el esclavo negro de la noble no se salvó, terminó en la hoguera sólo por ser el portador de los recados entre la esposa y la anciana. A lo mejor estuve parado en el lugar exacto en donde fueron carbonizados anciana y esclavo. Volví a la imaginación y me pregunté cómo fueron esos asesinatos oficiales, una especie de combinación macabra entre escarmiento cruel y espectáculo. Pero pronto el escándalo en diferentes lenguas como el inglés, alemán y japonés evapora la imaginación y me hicieron regresar al presente. En la actualidad ya no es tan necesario asesinar a los indios paganos. La Santa Inquisición fue remplazada por la Santa Inversión, estos son tiempos modernos. Ahora los originarios son asimilados, expulsados o bien olvidados.
Seguí mi camino por la ciudad en busca de algo de ese pasado glorioso antes que aconteciera la invasión europea. Al fin lo encuentro. Hacía mí viene el mismísimo Inga (Inca), pero ya no viene en andas, camina por su propios pies, sin corte real, sin séquito, sin la hermosa Inca Coya, sin nadie detrás, delante o debajo de él. Antes nadie podía verlo a la cara, ni siquiera tocarlo, ahora por sólo un dólar hasta se le puede tomar una foto, el fondo espectacular es la Piedra de los Doce Ángulos, esa no se puede tocar, no tanto por sagrada, sino para conservarla como una llamativa curiosidad para atraer más turistas, más fotos, más dólar.
A excepción del Inca a pie, a los demás quechuas cusqueños les es difícil conseguir un dólar. Jovencitas se visten con su colorida ropa típica, en brazos llevan de un corderito. Es la imagen “autóctona” perfecta que todo visitante busca en Cusco. Los residuos del turismo son para ellas, o para los artesanos que ni siquiera venden artesanías. La gran mayoría de “sus productos” vienen de fábricas. Es muy probable que las únicas manos que hayan elaborado esos chulos, ponchos, mantas y chuspas, sean manos de obra baratísima.
Pero también, la ciudad del Cusco fue un lugar de encuentro y de rencuentro; de conocimiento y reconocimiento. Tuve la oportunidad de hablar con personas originarias de todos los Suyus, de casi todos Los Andes. Algunos vinieron de comunidades que nunca había escuchado mencionar. Viven a los pies del Cotopaxi o en una isla en el lago Titicaca. A pesar de venir de lugares tan lejanos, había algo que nos unía, había algo que revelaba de forma constante un origen común.
Se visten de poncho y usan chuspas, no para una postal turística, sino que hay un código, un mensaje en los tejidos que ellos mismos han elaborado. Eran personas que nacieron bajo distintas repúblicas hispanas, pero prefieren comunicarse en quechua o aymara. Me compartían sus conversaciones. Hablaban de sus siembras de papa y choclo; de la minka (como ellos llaman a la minga) y el ayni(la torna); del carnaval y sus coplas; de viejos arrieros que cruzan la Cordillera; del llamo y su floramiento; de las leyendas de cerros, del respeto a los ancestros; de minas y mineras que llegan y de gente que se les va; de los tours del turismo que los desplaza de sus propias tierras; me hablaban de ser ciudadanos de segunda categoría en Estados que luchan por alcanzar la “modernidad”, pero también me hablaban de la hoja de coca y de pagos a la Pacha Mama y así de repente, me sentí como en uno de los ayllus o pueblitos de San Pedro de Atacama…
También en la Plaza de Armas, conocida como Waqay Pata o la Plaza de las Lágrimas, descansan los restos de Tupaj Amaru II. Su rebelión empezó reclamando el título de Inga, pero terminó como una revolución que liberó esclavos por primera vez en todo el Continente. Fue corta, pero tan intensa que hizo temblar a Los Andes en un solo grito de libertad de todos los pueblos originarios contra la Conquista y la Colonia. Nunca se había visto una revolución tan digna, tan fuerte y tan grande hasta la explosión de la Revolución Mexicana en el siglo XX. Fastidiados de soportar la base de la pirámide social en su propio territorio, las mujeres y los hombres se levantaron en las diversas regiones andinas. Así pues Tupaj Katari y Bartolina Sisa en el Altiplano; Julián Wilka Apaza en Puno y por supuesto Tomás Paniri en Atacama. Ellos, decenas de miles de los abuelos, algunos armados con hondas y lanzas, pusieron en jaque al imperio colonial más grande de la época hasta casi expulsarlo.
Pero la Nación Andina quedó sometida otra vez a la lejana metrópoli. Los dirigentes de la revolución fueron atormentados de formas horribles y dolorosas para después ser condenados a muertes inhumanas. Algunos fueron descuartizados y sus extremidades enviadas a distintos puntos cardinales, fue una especie de predicción macabra, vaticinaba que Los Andes quedaría dividido décadas después en un racimo de Estados, todos ellos con las mismas características durante los siguientes dos siglos: grandes exportadores de sus materias primas y grandes generadores de pobrezas.
La Historia ha tratado de tapar la gran Revolución de Los Andes, pero su legado sigue, porque la Conquista no ha podido concluir su obra sobre nosotros. Incansables, los pueblos originarios resisten, se niegan a terminar de ser evangelizados, re educados, civilizados, adaptados, comprados, armados, asimilados, integrados, u olvidados dentro de una sociedad que los considera estorbos, atrasos, objetos de estudio de una ciencia elitista o unos simples carteles de turismo.
Las condiciones que generaron la Gran Revolución Andina del siglo XVIII poco han cambiado. El Cusco, como el resto del Tawantinsuyu, sigue invadido.
En la Plaza de las Lágrimas, al lado de la tumba de Tupaj Amaru II, están sus palabras que cobran vigencia en la actualidad, son como un llamado a la conciencia y a la vez una profecía esperanzadora que exalta la esencia del carácter colectivo andino. Él moría despedazado, pero antes que le arrancaran la lengua, tuvo fuerzas para un grito que atravesó el tiempo, desafiando a la Conquista de esa época y de esta época. Él moría, pero las comunidades, pueblos y naciones originarias siguen vivas: “… y no podrán matarnos”.
Jorge D’Orcy
Aborígenes, s. Seres de escaso mérito que entorpecen el suelo de un país recién descubierto. Pronto dejan de entorpecer; entonces, fertilizan.
Bierce, Ambrose. Diccionario del Diablo.
Sinónimos: Indio, indígena, cholo, nativo y cualquier otro grupo originario.