Podemos convenir que el ser humano experimenta necesidades de trascendencia, necesidades del desarrollo del ser, como sintetizara Abraham Maslow.
También podemos convenir que existe una amplia y variada bibliografía de sicologías y esoterismos surtidos que nos remontan a pretendidas raíces de la especie en su trayectoria filogenética.
Y nos conmovemos con esas experiencias introspectivas a través de las cuales fluimos hacia esas alturas de la mente donde todo está relacionado con todo, y nos asiste –por algunos intensos momentos- la convicción de que la mirada holística contribuye a la salud mental y a la evolución de la consciencia.
Un súbito entusiasmo ebrio de buenas vibraciones invade la percepción del “self” y del mundo hasta llegar a sentir una especie de vértigo existencial al borde del abismo de lo que algunos, y algunas, llaman la iluminación.
El “Manual de la Iluminación para Holgazanes” de Tadeus Golas se queda chico ante la torrentosa riada de vivencias místicas que escurren por el siquismo sin alcanzar siquiera a detenernos con calma en una determinada frecuencia de ondas alfa que emite el cerebro en ese feliz momento donde el paisaje puede gatillarnos esos encuentros que la sociedad contemporánea bloquea con sus rutinas de competencia salvaje.
San Pedro de Atacama ofrece una interesante variedad de paisajes que facilitan esos raptos peculiares.
La mente vaga y divaga por el universo y sus multiversos donde los guerreros –y guerreras- espirituales vencen sobre los demonios de la enajenación. Se eleva la mente a un estado donde se fusiona el uno y la totalidad al tiempo que la energía de la paz fluye como por encanto. La conexión total del ser luminoso en la trama del cosmos. Mágicamente derribamos el muro de las convenciones de la hipocresía occidental. El prisma del sistema límbico descompone la luz blanca en una lluvia de colores que inunda el ser de augurios benéficos. Veinte mil años de evolución transcurren en un segundo de inspiración trascendental.
Veinte mil años de evolución que se comprimen en emociones inefables cuyos mensajes se reducen básicamente a que todo, absolutamente todo, está bien, está según las leyes cósmicas, y que no podía ser de otro modo. Y con esta eclosión de vibraciones ecuménicas regresamos al refugio con puertas y ventanas, con internet y el celular al alcance de la mano.
Y en este trayecto pletórico de satisfacciones estrictamente espirituales, de pronto, se atraviesa en el camino el típico saco de pulgas que es parte del paisaje urbano: el quiltro chilensis, esa especie con la que la humanidad ha establecido una simbiosis de veinte mil años de evolución, y que no se pierde una: está en los desfiles, las procesiones, las protestas, y en la inspección de la basura. Ahí está.
Una condición dada que no amerita una distracción de nuestros pensamientos trascendentales que proyectan futuros optimistas para todo el mundo. El mensaje de la escena es, literalmente, un pelo de la cola. Una insignificancia que ni siquiera merece un comentario.