Aclaro algunas cosas

Envie este Recorte Versión de impresión de esta Opinión Publicado el 28 de noviembre de 2020 Visto 1066 veces

Primero que todo, y debido a las constantes recriminaciones públicas y privadas, intentos de intimidación e incluso amenazas que he recibido este último tiempo en relación a opiniones que he expresado desde el ámbito personal y profesional, es que me parece relevante y necesario dejar completamente en claro mi postura respecto de mis convicciones y disposición hacia el pueblo lickanantay y las relaciones de convivencia de todas las personas en esta hermosa cuenca. 

Mi amor y compromiso irrestricto por esta tierra y su pueblo es enorme e incondicional, pueblo antiguo y nuevo, yo mismo nací en la cordillera del desierto de Atacama, por lo que toda acusación de anti-indígena o similar es completamente falsa y la descarto de manera tajante. También mi admiración por la cultura ancestral panandina en general y lickanantay en particular es a su vez tremenda, de manera que mi intención en todo momento es ayudar al rescate y desarrollo de su cultura, la legítima, por lo que cuando realizo declaraciones críticas respecto de la congruencia y consistencia en el tratamiento de esa ancestralidad, o bien expongo datos objetivos en relación con las estadísticas de la salud mental de la población en general, lo hago de completa buena fe y con la mejor intención, sin la pretensión de atacar a alguien en específico ni menos a la historia de un pueblo; mis críticas van precisamente a aquellos sujetos que, siendo quienes en teoría deben (y dicen) proteger y desarrollar el legado material y cultural, lo traicionan contraviniendo de manera grave las convicciones legítimas de un pueblo milenario, y aunque se molesten los que se dan por aludidos, que el lickanantay honesto y que desea honrar su ancestralidad sepa que cuenta con todo mi apoyo y trabajo para ese fin; en eso estoy y he estado durante muchos años. Entonces, cuando hablo de hermano lickanantay lo digo de forma honesta porque así lo siento. 

Dicho eso, cabe la pregunta de por qué persiste tanta odiosidad entre grupos humanos que convivimos en este territorio, y algunas personas responden que es debido a opiniones como las que yo he expresado, pero en mi opinión la razón es precisamente porque durante décadas no hemos sido capaces de conversar de verdad, de manera honesta y franca, sino el nefasto doble discurso se ha instalado y perpetuado de forma lamentable en nuestra manera de relacionarnos, pues por una parte, en el afán de no herir susceptibilidades o incluso por temor, ha prevalecido el no decir lo que en verdad se piensa, siendo cotidiano el uso de eufemismos, mientras por otra parte se ha utilizado mañosamente el discurso de protección de la cultura y el ecosistema, en circunstancias de que se actúa de manera diametralmente opuesta, y en ese afán corrompido resulta útil la estigmatización de ser afuerino a este territorio. 

Reflexionemos entonces sobre cómo se ha dado esto y también sobre cómo las leyes, en principio con un espíritu noble y constructivo, han sido mal interpretadas y erróneamente aplicadas, llevando a un contexto actual lleno de conflictos y abusos que contrarían de manera directa el verdadero espíritu de dichas leyes. 

“Afuerino”, término que se refiere a un otro que viene de afuera, de otro lado, que no es de acá, que es distinto a un “nosotros” que se presupone con una identidad propia clara y evidente. Este término, que en los últimos 30 años se ha instalado en la sociedad sanpedrina como el representante lingüístico de la discriminación hecha carne por medio del habla cotidiana, con toda su brutal y pesada carga ha consolidado lo que era previsible y, por lo tanto, probablemente también premeditado: un conflicto sociocultural mantenido y potenciado por la resistencia a la interculturación inevitable que trae consigo todo proceso de intercambio económico, especialmente si una sociedad en particular decide (porque en muchos casos anhela) permitir el ingreso del capitalismo a su modo de vida, modelo económico ofrecido primero por el extractivismo industrial de la minería del salitre, del azufre, de la plata y el cobre, de la llareta, luego del potasio, el bórax, el litio, llegando el agua y la tierra misma a convertirse en monedas de cambio para conseguir el ansiado capital, aunque este proceso signifique el despiadado carneo de los recursos naturales de la cuenca del salar de Atacama y alrededores, todo por acceder a distintas innovaciones tecnológicas y, en definitiva, a un modo de vida “moderno”, modernismo que en su momento entendía al indígena como “el otro”, llegando éste a sentirse avergonzado de su condición indígena, sin siquiera entender en profundidad a qué se refiere este “ser indígena”, esto porque era discriminado tanto por condición racial como en sus conocimientos técnicos para integrarse de manera competitiva al mercado laboral, y por lo tanto no accediendo a las mismas oportunidades que “los otros” pertenecientes al mundo moderno. 

Y esto era así porque, si bien históricamente ha existido una noción de los “otros” como distintos de “nosotros”, en el caso lickanantay esta distinción refería más bien a una diferencia que a una identidad en sí misma, por lo que la otredad servía para distinguir entre diferentes poblaciones, donde los modos de vida, creencias y tradiciones eran distintas, pero no incluía una concepción de ser indígena, atacameño u otra (Gundermann, González y Durston, 2017) 

Pero todo cambió abruptamente cuando el Estado de Chile, en un afán y espíritu noble y de buena fe, decidió ayudar a los distintos pueblos originarios de Chile para que se integraran de mejor manera a la vida “moderna”, accediendo a mejoras en la calidad de vida (agua potable, luz eléctrica, vehículos motorizados, tecnología en comunicaciones, y un también anhelado etc.), formación, integración y empleabilidad, etc., todo esto pensado para disminuir la discriminación y a la vez facilitar la igualdad de oportunidades en la convivencia nacional, propendiendo de esta manera al desarrollo de la igualdad de derechos en todo el territorio nacional. 

Entonces en 1993 el Estado decidió crear la Ley Indígena 19.253 con el objetivo fundamental de favorecer la igualdad en la Nación, esto por medio de proteger y desarrollar a los pueblos originarios, sus tierras, velar por su equilibrio ecológico y propender a su ampliación, obteniendo el concepto de territorio una relevancia vital (literalmente) para que el objetivo se pudiera lograr. En este afán, para asegurar un buen entendimiento del concepto territorio” como “dominio”, esta Ley exige que se cumpla, de manera excluyente, al menos con 1 de 3 de las siguientes características: 
1. Tierras de propiedad indígena individual, tales como la casa habitación, terrenos de cultivo y forrajes; 
2. tierras de propiedad de la comunidad Indígena correspondientes a pampas y laderas de cultivo rotativas; 
3. tierras de propiedad de varias comunidades Indígenas, para uso del ganado auquénido. 

De lo anterior se desprende con claridad que otro tipo de tierras en las que no se realice o no se haya realizado tradicionalmente este tipo de actividades, no son ni deben ser consideradas como territorio de dominio indígena. De esta manera, para que esta Ley fuese implementada adecuadamente, el Estado creó una estructura que facilitase su desarrollo, resultando la CONADI, corporación que desarrolló políticas públicas con un enfoque territorial y focalización en zonas rurales de alta concentración indígena, creando en 1997, por medio del MIDEPLAN, las Áreas de Desarrollo Indígena (ADI), entendidas literalmente como “espacios territoriales en que los organismos de la administración del Estado focalizarán su acción en beneficio del desarrollo armónico de los indígenas y sus comunidades.” 

Pero estos espacios no son cualquier área del Estado de Chile, sino deben cumplir ciertas condiciones para ser entendidos como ADI, las cuales están establecidas en la Ley 19.253, y que exigen también de manera excluyente que se den todas las siguientes condiciones: 
1. Ser espacios en que hayan vivido ancestralmente indígenas; 
2. tener alta densidad de población indígena; 
3. existencia de tierras de comunidades o individuos indígenas; 
4. homogeneidad ecológica (mismos factores ecológicos para todos los individuos) y 
5. manejo de recursos naturales para el equilibrio de estos territorios, como aguas, flora y fauna. 

Sin embargo los límites de las ADIs de Atacama La Grande y del Alto Loa lamentablemente fueron vinculadas a los límites de las comunas de San Pedro de Atacama y de Calama, respectivamente, esto entendiendo que era más fácil y eficiente administrar los recursos al asociarse a territorios ya delimitados, pero al hacer esto se incluyen áreas gigantescas que no cumplen con las exigencias para ser consideradas válidamente como ADI y, peor aún, confunden la apreciación de quienes no manejan el detalle técnico y además facilitan el que una interpretación mañosa pretenda confundir un área de desarrollo (como digo, en muchas hectáreas ilegítimas) como un territorio de dominio indígena, fundamento en el que muchos de los argumentos de numerosos líderes corrompidos se sustenta para aprovechar de realizar reivindicaciones territoriales que no corresponden y, de paso, victimizar su postura a nivel local, nacional, e internacional, debido a que aún no se han cumplido todas sus exigencias. 

El caso es que, establecida la plataforma para poder ofrecer un mejor desarrollo a estos pueblos originarios, el Estado exige una pertenencia étnica formal para acceder a sus beneficios (subsidios, becas, proyectos de inversión local, etc.), pero la comunidad originaria de esta cuenca no tenía esta autoconcepción indigenista ni tampoco étnica, aunque sí una cultura ancestral milenaria más o menos sostenida en el tiempo histórico, con una fuerte raigambre en la cosmovisión denominada hoy como “atacameña”, la que en muchos aspectos es panandina y, sorprendentemente también, con similares fundamentos éticos de cosmovisiones lejanas, incluidas otras de Sudamérica, Norteamérica, Oceanía, entre otras. 

Entonces ante esta exigencia del Estado para acceder a los beneficios, comienza una urgente necesidad de establecer un discurso indigenista y etnicista que antes no existía, para lo que el mismo Estado dispuso organismos facilitadores, mientras profesionales de la antropología y arqueología hicieron lo propio para instalar contenido y los conceptos lingüísticamente correctos para que la pertinencia formal se pudiera establecer, de manera que fue el mismo Estado (con ayuda de la academia) el que produjo de manera forzada un proceso de etnificación del pueblo “atacameño” (Gundermann, González y Durston, 2017) 

Si bien en lo personal me parece que es justo y necesario que los pueblos puedan conocer mejor su cultura histórica, así como adquirir nuevas herramientas para comprender también mejor sus procesos tradicionales de vida que sí permanecen en la actualidad, cosa completamente diferente es auto-inscribirse en un modo de vida cultural que ha dejado de existir desde hace centurias, sino milenios, sólo con un fin de “demostrar” pertenencia étnica y así poder exigir mañosamente beneficios que no corresponden, y con éstos me refiero específicamente a aquellos beneficios que dicen relación con áreas del territorio que no se condicen con un uso verdaderamente consuetudinario de ninguno de los tipos expuestos en la Ley Indígena, ni tampoco en otra. 

Es probablemente debido a este riesgo de intento de abuso del sistema, que el Estado prefiriódefinir la zona a beneficiar como “Área” y no como “Territorio”, de ahí que las ADI se llamen así y no TDI, evitando con esto potenciales conflictos etnopolíticos que son los que hoy día precisamente nos tienen también en un conflicto sociocultural desde la creación de estas leyes, esto debido a que las aspiraciones de beneficios privilegiados han significado en la práctica una flagrante vulneración a los derechos de los demás ciudadanos; entonces, un intento de discriminación positiva se ha convertido en una franca discriminación negativa para todo el resto de la población, incluidos otros muchos atacameños. 

Respecto de esto mi postura es y siempre ha sido la misma, debemos como sociedad velar por proteger, rescatar y promover el desarrollo de la cultura milenaria de los pueblos originarios y sus tradiciones, que constituyen también nuestra propia historia como Nación, incluyendo el desarrollo económico de sus comunidades, y garantizando a su vez la protección, rescate y desarrollo de los territorios que históricamente han ocupado de manera real, y con los cuales efectivamente tienen una relación de interdependencia ecosistémica directa, pero no corresponde que se les transfieran dominios sobre territorios que no han ocupado desde hace centurias o milenios, o que ni siquiera han habitado alguna vez, más que utilizarlos de tránsito como lo hacemos y hemos hecho todos los seres del planeta. Exigir esos territorios a mi juicio resulta en un simple intento mañoso de hacerse de una importante parte del territorio chileno, sin tener verdadero derecho a ello, y más encima sólo con fines lucrativos relacionados al extractivismo de los recursos naturales insertos en ellos. 

Para mayor abultamiento a lo indignante que resulta esto último, el discurso utilizado por algunos de estos dirigentes para hacerse de esos territorios que pretenden carnear es la protección del ecosistema, vulnerando con esto gravemente los derechos de libre tránsito y trabajo de los demás ciudadanos, y traicionando no sólo al buen espíritu que el Estado promovió al crear la Ley Indígena, sino también a su propia cosmovisión que indica que la tierra debe ser respetada, no ultrajada ni tratada como moneda de cambio con intereses extractivos, cosmovisión que en su esencia señala que nosotros pertenecemos a la tierra, no al revés, nadie debe sentirse dueño de ella, no se debe traicionar al Ayni. 

Pero muchos líderes corrompidos por la codicia no respetan en realidad los fundamentos cosmovisionarios, pretenden derechos y privilegios que vulneran de manera directa y franca el legítimo derecho de los demás compatriotas, incluyendo a sus propios comuneros, para lo que permanente e indiscriminadamente utilizan tanto la Ley Indígena como el Convenio 169 de la OIT para intentar mañosamente posicionar la idea a quien les esté escuchando de que ellos tienen el sustento jurídico para usufructuar de dichos privilegios, aunque su demanda en realidad carezca de legitimidad, pues no se puede pretender dejar de observar y respetar el espíritu esencial por el cual el Estado promueve y adscribe a estas leyes, el cual no es otro que la defensa y restitución de la igualdad de derechos entre las personas y los pueblos, trabajando de manera activa en contra de la discriminación a todo nivel, y en cualquier caso, en particular para el Convenio 169, toda cuestión debe estar dentro del marco legal de los Estados donde se apliquen los beneficios a los pueblos originarios, resultando esencial atender lo que la misma Constitución chilena señala en su artículo 19, inciso 2, “La igualdad ante la ley. En Chile no hay personas ni grupos privilegiados”, y agrega “Ni la ley ni autoridad alguna podrán establecer diferencias arbitrarias”. 

Por cierto que lo anterior no resulta congruente con la pretensión de supremacía étnica que estos líderes procura a toda costa instituir, incluso por medio de amenazas de total autodeterminación territorial (y por lo tanto constituir un país dentro de Chile); pero quizá lo más grave es que esta corrompida manera de tratar de lograr reivindicaciones territoriales utiliza también mañosamente argumentos que no son ciertos, procurando con esto victimizarse y así lograr sus fines, por lo que es frecuente observar en los discursos una instalada y normalizada utilización de verdades a medias y también francas mentiras, en una clara expresión ética de que “el fin justifica los medios”. De hecho, a varias de estas personas las he confrontado y la respuesta suele ser que son “estratégicos” en su modo de luchar por sus derechos; para mí son simples mentirosos corrompidos, que faltan el respeto no sólo a la verdad, sino a toda una sociedad, incluyendo su propia cultura. 

El tema de fondo entonces, y que tanto se expone por ellos mismos como primer argumento para empezar a “conversar”, es el respeto, pero el que exigen no es cualquier respeto, sino el respeto de los demás hacia ellos, a su cultura, a sus derechos, pero para hablar de respeto hay que ser respetuosos con los demás por medio de entenderlos y validarlos como un igual en derechos, respetuosos con los consensos sociales explicitados en la leyes, respetuosos esencialmente con las propias creencias y convicciones éticas como cultura, lo que por lo tanto implica a mi juicio la forma de respeto más importante de todas, el respeto a uno mismo y a los individuos de la propia cultura. 

Por todo esto, es mi anhelo y convicción el que logremos integrarnos en una misma sociedad sanpedrina, respetando, validando y aprovechando sanamente todas las diferencias que implica una sociedad multicultural, deviniendo en una sociedad intercultural armónica, pero para eso es necesario ponerse de acuerdo, y para eso es necesario conversar, pero debemos comenzar por hablar en forma honesta, sin dobles discursos ni resquicios mañosos, sólo desde la honradez y la buena fe podremos en verdad sentar las bases para lograr los consensos imprescindibles para construir una sociedad armónica, que propenda al desarrollo de todos sus integrantes y a la protección mancomunada de la cultura ancestral y del ecosistema. 

 

Francisco J. Renard Merino
Psicólogo. Master en Recursos Humanos por la Universidad Politécnica de Madrid. Se ha desempeñado en Salud Pública en Santiago y San Pedro de Atacama. Director de Fundación Tasnatur
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