La tradición se mantuvo hasta mediados del siglo pasado, pero sus raíces arqueológicas se remontan a más de 5 mil años. Sus caminos fueron empleados también por los incas y españoles.
"¡Viene barco, viene barco!", gritaban los niños del oasis de Pica cada vez que asomaba en el horizonte una caravana de llamas, procedente del altiplano.
Los menores salían a recibirla y se integraban a ella al lado de los que llevaban los animales, también niños. "Llegaban a intercambiar sus productos a esta localidad, al interior de Iquique, desde el pueblo boliviano de Llica, al norte del salar de Uyuni", cuenta Luis Briones, uno de esos niños que hoy, como arqueólogo jubilado, asesora al museo municipal piqueño. "De las 20 llamas que venían en la tropa, 10 se vendían y sacrificaban para carne. Con el resto, los caravaneros regresaban cargados de harina, arroz y otras cosas que no tenían arriba en el altiplano. Esto todavía se podía ver acá en el norte hasta 1950, e incluso después", relata.
Su experiencia fue escuchada también hace un par de semanas por más de una cincuentena de investigadores chilenos, estadounidenses y europeos, que participaron en el primer encuentro de especialistas mundiales en caravanas, realizado justamente en Pica, un lugar estratégico para ellas desde tiempos inmemoriales. "Hay agua y forraje suficiente para las caravanas", explica.
Para políglotas
Las caravanas están asociadas a lugares desérticos, lo que no es raro, dice Daniela Valenzuela, arqueóloga de la U. Alberto Hurtado. "El desierto es el espacio ideal para las caravanas. Aparenta ser un área súper estéril, pero en realidad es un lugar que privilegia y potencia el movimiento. Allí confluyen desplazamientos de personas desde distintos lugares, porque es necesario atravesarlo para comunicarse".
Si bien la tradición se perdió en Chile , la arqueología ha revelado que las caravanas andinas son tan antiguas como las de Europa y Asia. En el caso sudamericano, la gente comenzó a hacer movimientos interzonales con apoyo de llamas entre 5 mil y 4 mil años atrás, estima el arqueólogo del Centro de Investigaciones del Hombre en el Desierto de la U. de Tarapacá, Calogero Santoro.
No cualquiera podía ser caravanero. "Tenía que ser gente que conociera mucho el medio geográfico, porque las posibilidades de agua y forraje en el desierto no son las mismas que en la zona central o sur", dice Briones. Incluso debió ser políglota, ya que debía tratar con comunidades que usaban distintos dialectos.
El dinero no existía, por lo que se recurría al trueque. Desde el altiplano llegaba coca, charqui, chuño, quínoa, cuero, lanas y tejidos, mientras que el aporte de los valles bajos y la costa consistía en cerámica, maíz, papa, ají, camote, fruta, pescado y mariscos secos. También comerciaban recursos exóticos, como conchas, cuero de lobo y pluma de pelícano.
La arqueología incluso ha revelado que del interior llegaban animales, como monos y papagayos. "Los traían vivos y los mantenían así. En el caso de las aves, las iban desplumando de a poco, porque usaban sus plumas como ornamento", explica Santoro. Es así como han encontrado plumas desde Arica a San Pedro de Atacama e incluso pichones momificados, lo que implicaría reproducción local.
Las caravanas revolucionaron el transporte de objetos entre largas distancias. "Cada una puede llevar entre 20 a 30 kilos. Además, es ideal para soportar varios días sin tomar agua y caminatas de cientos de kilómetros", dice Briones.
"Los viajes significaban hasta meses de viaje, ya que no avanzaban caminando más de 20 a 25 kilómetros por día", calcula Gonzalo Pimentel, arqueólogo de la U. Católica del Norte. Esto significa que un viaje entre San Pedro de Atacama y la costa tomaba 10 días, y si iba desde allí hacia la selva boliviana seguramente les tomaba más, porque atravesaban la cordillera.
Para esto se desarrolló una red caminera tanto longitudinal como transversal. "En el desierto hay un verdadero tejido de rutas hacia todos los puntos imaginables, destaca Briones.