Hay un sabor característico de la Región de Antofagasta, ¿o no? ¿Hay preparaciones propias o solo insumos propios? Y si los hay, ¿es posible encontrarlos? Este es el menú de una búsqueda con más sabores que respuestas.
La luz del amanecer va iluminando el magnífico sánguche en marraqueta de pescado frito con chilena, mientras el aire salino de Antofagasta funciona como filtro ambiental. Es de corvina, aunque podría haber sido de cualquier pescado escogido en un puesto de los mismos propietarios, ubicado al interior del terminal pesquero. Adentro también se ofrecen, de madrugada, cebiches varios y potes de erizos a cuatro mil pesos. Imposible no empacharse con uno (esas lenguas color naranja furioso, ay).
Este es el punto de partida para buscar algo de cocina con identidad en esta zona, partiendo en la costa y terminando a unos cuantos kilómetros del mar, allá por Toconao. Primero en una ciudad donde abundan (y no es eufemismo) los locales de cocina rápida colombiana, con arepas y bandejas paisas. Destacable, para la agenda, es uno que se esmera un poco más allá: Mi tierra café. Y, más allá de estos tantos inmigrantes recientes tan presentes, se parte echando de menos las presencias fundacionales croatas y bolivianas en el menú citadino.
Sin embargo, lo chileno, revisitado, sí que se encuentra. Y en un restaurante que lleva cerca de un año y que, si estuviera en Santiago, sería considerado entre los mejores de la capital: el Aurora. Allí se recomienda ir partiendo con un carpaccio de lengua con una salsa de yemas, ajo y perejil, para luego dejarse empachar por una enjundiosa y cremosa sopa de congrio, camarón y pulpo. Pero lo que de verdad le puede causar una disfunción cognitiva -o quedar pasmado- es un arroz con piures y almejas (con piures de la zona, distintos a los del resto de Chile). No hay plato más feo (sorry señor chef) y más rico imaginable, una encarnación de la vista al mar que tiene este restaurante. Tras esto, una pertinente conclusión dulce con un tres leches de chañar y una tarta de queso de cabra.
El hombre tras Aurora es el mismo que lleva años con el restaurante Amares junto a Giselle Cristino: Pablo Godoy. En Amares la impronta es peruano-chilena, con tiraditos y arroces donde se luce la pesca más fresca. Como en esta ocasión un pescado de la zona, el emperador, o unos locos de zonas de cultivo controlado. El local es un hit, al punto que ahora se está ampliando, ubicado en una zona más nueva de la ciudad, lejos del centro hacia el sur. Por allí también está la mejor opción para el carnívoro puro y duro. Y su nombre lo dice todo: se llama Mú.
Pero volviendo a Pablo Godoy, es alguien que no solo cocina comida. Porque fue uno de los ayudistas del magnífico libro Sabores de Antofagasta del periodista español Ignacio Medina (ver recuadro), es un colaborador permanente en la vulnerable zona de La Chimba con cursos de cocina y el proyecto Aurora fue concebido por una vocación marcada de rescate de lo propio, donde lo secunda el chef Jorge Valenzuela.
Con el sánguche de pescado en la memoria, y tras el feliz descubrimiento de Aurora, una parada necesaria antes de lanzarse al interior. Es cosa de subir unas escaleras en el Mercado Central, hasta el Chico Jaime. Un local familiar, sencillo, pero muy decorado con fotos antiguas y objetos náuticos. La carta es muy de costa, con un plato que debe comerse aquí y solo aquí: un picante de lapas. Porque en ese perol se encarna una receta que se resiste a desaparecer, que es meganortina, y que recurre a un marisco vilipendiado por pura ignorancia. Es cocina chilena pura y no dura, porque las lapas igual están blanditas.
Después de esto, a más de trescientos kilómetros hacia el interior, habrá que buscar algo más con este sabor de identidad.
Llamo tipo guanaco
Arribar a San Pedro de Atacama es como entrar a un mall abierto hecho de adobe. Su calle principal, Caracoles, es un continuo de negocios de artesanías, agencias de viajes y restaurantes y pubs. Con uno muy prendido, el Chela Cabur. Mucho muy prendido, la verdad. Se puede llegar a él siguiendo el ruido, y no es broma.
La carta que se ofrece en muchos de los otros locales está marcada por la fusión y la indefinición de la mezcla. O por el exceso, como cuando en el café Barros de calle Tocopilla te proponen un panqueque de añapa (que es un dulce de algarrobo), con helado casero de algarrobo, mermelada de membrillo, salsa de chañar, crema chantillí y quínoa caramelizada. Por si alguien tiene alguna duda de dónde está: en la mitad del desierto.
Para tomárselo con calma es mejor alejarse un poco de la avenida principal y caminar por la calle Domingo Atienza al anochecer. Allí está Baltinache, un sitio de lo más piola con un menú con un par de opciones de entrada, fondo y postre a 15.000 pesos. Hasta hace poco a cargo de Marta y César, una pareja que durante años sostuvo una cocina de "inspiración indígena" que, con nueva administración y chef, se mantiene firme en su ideología (constatado en terreno, ojo). Y allí están ahora Félix Lara y Gastón Vieras ofreciendo platos como una brocheta con productos de Socaire, uno de los poblados cercanos: con haba, tomate, choclo y la singular papa morada de la zona. Si a esto se suma algún costillarcito de chancho, alguna vieja (el pescado) y su jamón curado hecho en casa, la verdad es que Baltinache es uno de los imperdibles en San Pedro.
Y es de las excepciones.
Vagando en días posteriores por el pueblo, se intentó con una pizzería muy recomendada en redes sociales, El Charrúa, pero estaba muy cerrada. Jugando al turista, se pidió consejo a alguien que ofrecía tours. "El Roots es muy bueno", dijo, señalando la dirección. Una vez allí las evidentes muestras de admiración por Bob Marley y el nombre de las pizzas -Led Zeppelin, Pink Floyd, Nirvana y Jimmy Hendrix- ayudaban a precaverse de lo que pasó: cerca de media hora de espera. Y las pizzas no eran malas, pero por Jah (la deidad rastafari, por siaca) que eran lentas.
Pensando nuevamente en dar con el sabor local, después de tomarse un relajante cortado frente a la plaza, en el Café Peregrino, se optó por otra de esas elecciones del tipo turístico-exploratorio: el Ayllú. ¿Por qué? Porque se publicitan como "el" lugar para comer carne de llamo. De hecho, en su carta dice: "la famosa empanada de llamo", para poner en la línea siguiente: "con pino de carne de guanaco". Consultado el mozo, comentó: "Si es lo mismo no más; igual sabor".
Doble Condorito: primero Plop!, y luego, "exijo una explicación". En fin.
La verdad es que la famosa empanada del Ayllú, sea del camélido que sea, no estaba mala. Lo mismo una jugosa hamburguesa de -a estas alturas- quién sabe qué. Lo que fue definitivamente imposible de comer fue el trozo de carne de una suerte de chorrillana andina, la "chorrillama". Duro del verbo tenso el bicho, fuera el que fuera, nuevamente.
Patasca filosófica
Citando al filósofo coreano de moda, en su último libro, Hiperculturalidad, dice: "El hipermercado del sabor deslocaliza lo propio". O sea, según míster Byung-Chul Han, la supermezclafusión cultural actual no ayuda mucho en esto de buscar algo local, propio, ojalá que solo pueda comerse en un "allí", como dice este sabio señor.
Pero como uno es porfiado, después de terminar con la mandíbula estresada por comer un pulpo pariente del llamo en el restaurante Agua Loca, finalmente dimos con un lugar local: Las delicias de Carmen, en calle Calama 370.
Pataska con ensalada, a seis lucas. Y con una jarra personal de limonada con rica rica, una de las aromáticas hierbas locales. Para quien no lo sepa, y no es pecado tampoco, este es un guiso cuyo nombre en quechua significa "grano de maíz preparado como mote reventado al cocer". Y eso es: caldoso, con papitas y alguna carne, que en este caso es de vaca y chancho. ¿Por qué no de llamo?, preguntó el cargante: "Porque es difícil de conseguir. A veces pasa alguien vendiendo, porque mató un animal, pero no es siempre", responde la dama de la caja.
Bien local es el lugar, también con un salpicón de pernil y un plato parrillero, porque tampoco hay que ser puro atacameño.
Después de esta sabrosa experiencia etnogastronómica, una buena opción era darle un final dulce. Dos heladerías, casi frente a frente en Caracoles, ofrecen productos saborizados con la vegetación local: rica rica, chañar, algarrobo. Para no hacerle bullying a la menos buena, recomendable es Babalú, donde el sabor es semejante a su competencia, pero con una textura harto mejor lograda.
Pero un par de días después, y a unos treinta kilómetros, habría un helado superior.
A Toconao
La oferta gastronómica no es o no está muy disponible en los poblados cercanos a San Pedro. Por ejemplo, en Peine. Hace poco celebraron su festival del choclo, con El Temucano y el simpático (ja) Yuhui Lee de MasterChef como invitados. Sobre su iglesia quedó un crucifijo hecho de fibras vegetales, con un choclo en el lugar de Jesús... ¿sincretismo? Lo cierto es que, aparte de poder comprar algo de maíz mote en un almacén, como para replicar una pataska alguna vez, nos comentan que el único lugar para comer es de comida común y corriente, del tipo hamburguesa, para el personal que trabaja en el litio de la zona.
Preguntando en otras localidades, como Talabre o Socaire, al parecer alguien sabía algo de dónde comer, pero llegar a un algo no fue posible.
Esto hasta Toconao. Previamente dateados fue posible dar con Patricia Pérez, quien también está inmortalizada en el ya mentado libro El sabor de Antofagasta.
Paty es una recolectora de hierbas, las que acumula en distintos contenedores. Ella aprendió el uso de las diferentes especies a través de su abuela, y esta, de su propia madre antes. Así supo del pretérito primer baño de las guaguas utilizando la rosa del año, una flor de color pálido que, era la costumbre local, se suponía pegaba el alma al cuerpo. Hoy la recolectan para darle sus características a un postre del premiado restaurante Boragó de Santiago. Y no es el único plato ni el único restaurante que recurre a sus hierbas. Porque lo que busca recorriendo kilómetros a la redonda esta mujer compenetrada en su misión son montones de sabores y aromas. Y allí están, en sus contenedores, lo que ha cultivado o encontrado. Como para acercar la nariz a un montón de rica rica o de muña, masticar un poquito de chañar, despertar al aroma de la lampalla o la chachacoma. La verdad es que la cabeza no logra encasillar tanta información nueva, aunque también se puede de a poco, llevándose algunas de sus hierbas envueltas en bolsitas de gasa, las mismas a las que acceden los visitantes alojados en el Explora de San Pedro.
Y Paty muestra un espacio en su casa en el que planea ofrecer sus productos bajo la marca La Atacameña, con un logo que rescata el campanario histórico de Toconao, un lugar del que no piensa moverse. Lo mismo que su madre, que maneja ahí cerca el restaurante Consuelo, donde se puede probar un picante de conejo o un guiso de cachiyuyo, más locales imposibles. Lo mismo que los sabores de la heladería vecina, a cargo de su hermana, donde termina esta extensa búsqueda.
Comiéndose un helado de un rojo singular, coloreado con airampo, la semilla de un cactus local.